martes, 5 de septiembre de 2017

Hombres de nuestro tiempo



Me pregunto si todos las poblaciones con castillos medievales se ven impelidas por alguna extraña razón a celebrar fiestas históricas por toda la geografía del país. Las épocas remotas parecen que se han convertido en una forma de hacer caja para pueblos con monumentos de este tipo. Por lo que observo, alrededor de todo este entramado de festividades, están apareciendo igualmente actividades vinculadas a la espectacularización de la historia. El otro día fuimos a Alanís de la Sierra, pueblo con castillo, claro, que desde hace años festeja su pasado medieval. Paseando por las callejas donde se vendían juguetes de madera, jarras de cristal talladas (escudos de equipos de fútbol, nombres de enamorados, perfiles de gente famosa...), productos cosméticos y otros cachivaches bastante apartados en el tiempo de la vida del medievo, acabé reparando en un improvisado corralillo compartimentado donde se hacinaban gallinas y patos, donde una cabra africana hacía compañía a una cobaya gigante enjaulada y donde una mofeta levantaba el rabo inofensivamente. Supuse que todo ello formaba parte de la tramoya de las fiestas. A cargo del tenderete había un tipo de unos veintipocos años con gafas demodé. Iba ataviado a la usanza medieval, luciendo en el pecho una cruz de Calatrava. El colega se dejaba los dedos y los ojos en el móvil mientras que, de vez en cuando, levantaba la vista y le decía a los curiosos que se apoyaban sobre los corrales: “No apoyyarrrrrsssse en la maderita, hasé er favó”. Como mi hijo se entretenía con la cabra, pegué la hebra con el muchacho. Para mi tranquilidad, me aclaró que la mofeta estaba operada. Me dijo también que formaba parte de la Orden de Caballeros de Calatrava de Alcaudete (Jaen), que él estaba allí para hacer un favor, pero que a lo que realmente se dedicaba era a escenificar combates medievales con sus colegas. Todos ellos se habían entregado al estudio concienzudo de las obras y milagros de los componentes de la Orden y habían logrado gran verismo, tanto en la vestimenta como en la usanza. El colega se animó y me enseñó un vídeo en el teléfono donde se veía a cuatro tíos pegándose espadazos ante un nutrido corro de personas en bermudas y chanclas. “Nos damos hostias de verdad, sin ensayá ni ná. Eso es lo que más le flipa a la gente. Yo un día tuve un esguinsse en la muñeca de una buena hostia. Sólo nos decimos, a lo mejor, que nos vamos a partir un vaso o una botella sobre la armadura y ya está”. No tenía tarjeta, pero sí facebook (Calatravos de Alcaudete). Allí podría ver yo todo lo que hacían. Me marché pensativo.

Al día siguiente fuimos a una playa fluvial en San Nicolás del Puerto. En la orilla, un pollo de la misma edad que el anterior, pero de mejor porte, charlaba en inglés con una joven. El acento era bueno, pero el contenido de la charla era un poco de comadre: hablaba sobre su abuela, su madre y sus primos. La conversación de comadre hacía las delicias de la chica. El hombre resultó ser de Sevilla; ella, australiana. A unas lugareñas que se habían admirado en voz alta de su facilidad de lenguas les aclaró que sus niños iban a tener mucha suerte con los coles bilingües, que él se lo había tenido que “buscar p´atrás”, sólo, y que gracias a eso, tal como le supusieron las señoras, había conseguido una novia extranjera.
Por la noche volví a pensar en el Caballero calatravo y en el hermoso angloparlante. Me llamaba la atención cómo el esfuerzo, enfocado hacia un fin u otro, podía dar frutos tan variados. Ambos eran felices con sus logros, ambos habían puesto todo su afán en conseguir sus metas de juventud, pero el calatravo me pareció una víctima del rol y el otro, el hombre que todos estamos esperando que llegue. De todas formas, le compré una espada a nuestro hijo, porque nunca se sabe cómo se puede salvar el mundo. Algunos piensan que el inglés es la puerta. Al menos, con la espada, aún tenemos a mano todos los sueños.


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